85 AÑOS DE LA MATANZA DE VALCALDERA
El 23 de agosto de 1936, varios camiones salieron de Pamplona con destino a un finca de Valtierra. Una fosa esperaba 53 cuerpos mientras la ciudad se volcaba en una multitudinaria procesión y el obispo llamaba a la cruzada.
«Os invito a todos a poner en mis manos -para que de ellas vayan a la Junta de Defensa Nacional- una limosna grande, la más grande que podáis (…). No es una guerra la que se está librando, es una cruzada, y la Iglesia mientras pide a Dios la paz y el ahorro de sangre de todos sus hijos -de los que la aman y luchan por defenderla, y de los que la ultrajan y quieren su ruina- no puede menos de poner cuanto tiene en favor de los cruzados». Esta arenga del obispo de Pamplona, Marcelino Olaechea, fue publicada por Diario de Navarra el 23 de agosto de 1936, bajo un enorme titular «Camino a la victoria ¡Pamplona por Santa María! ¡Navarra por Santa María! ¡España por Santa María! Nuestra ciudad rendirá hoy un magnífico homenaje de reparación, de súplica y de amor a su Señora y Reina».
Ese amor, que las autoridades eclesiásticas y quienes se habían levantado en armas contra el Gobierno republicano decían defender, se convirtió en odio sangriento esa misma tarde cuando falangistas y requetés, acompañados de sacerdotes, fusilaron en Valcaldera (un paraje muy cerca de Valtierra a unos 70 kilómetros de Pamplona) a 52 personas de las 53 que llevaron en camiones hasta ese corral aquella tarde de agosto. Solo Honorino Arteta se salvó y pudo contar lo sucedido.
Se cumplen los 85 años de aquella terrible matanza, una de las mayores realizadas en Navarra en los albores de la Guerra Civil, solo superada por la fuga de San Cristóbal (mayo de 1938) y la de Tafalla Monreal (octubre de 1936), aunque quizás sea la más documentada.
¡LIBRES! Aquel 23 de agosto el sol caía a plomo en el patio de la cárcel de Pamplona cuando un funcionario de prisiones hizo callar a los atemorizados presos para leer una lista de 53 nombres de entre 212 que allí se encontraban y que rezaban por que dijeran su nombre. El día anterior Benito Santesteban, jefe de requetés, había dicho a los presos «no temáis, dentro de pocos días, cuando la guerra se estabilice regresaréis a vuestros hogares. Solo continuarán los presos que tenían delitos de rebeldía contra el régimen salvador de España. Los demás todos a casa». Aquellas palabras convirtieron en alivio el eco de los nombres que sonaban contra los muros; todos pensaban que eran los elegidos para volver a casa.
Galo Vierge, periodista taurino, escritor y militante anarcosindicalista, estaba presente en aquel patio y retrató la escena. «Con gesto imperativo ordenó silencio y cuando en el patio no se oía más que el respirar anhelante de los presos, empezó a leer con voz pausada una lista de nombres a los que, según se les llamaba, salían apresuradamente al exterior, donde les esperaban los requetés y falangistas que los conducían a un recinto cerrado donde un guardián les ataba las manos a la espalda para obligarles después a subir a dos autocares que esperaban a la puerta de la cárcel. El nerviosismo de los que en el patio esperábamos oír nuestro nombre iba en aumento. La angustia se reflejaba en unos semblantes poseídos por la tremenda ilusión de que ser nombrado supondría la libertad prometida».
De hecho, el Gobernador Civil, Modesto Font, había firmado la libertad de todos aquellos que aparecían en la lista y sus familias les esperaban en casa. «Al día siguiente venían la madre, la hija, el hijo, la mujer preguntando por ellos porque en la cárcel no estaban», recordaría años después su secretario en el libro De la esperanza al terror.
Mientras este cínico juego se interpretaba en la cárcel, en las calles de Pamplona se comenzaban a oír los cánticos multitudinarios de la procesión en honor de Santa María La Real que salía a las 7 de la tarde de la catedral y dónde todo el mundo debía estar presente; las presencias y ausencias se examinaban con lupa.
Uno de los presos que montó en los autobuses fue Honorino Arteta y junto a él se sentó José Zapatero, un joven que vivía en la calle Jarauta y compañero de la recién nacida peña La Veleta. Ambos tenían las manos atadas a la espalda. El sobrino nieto de Honorino, Eneko Arteta, narra y revive lo que le contó. «Durante la hora larga que duró su traslado en el autobús decomisado desde la cárcel de Pamplona; entre los sonidos de los que sienten la muerte cerca, las maldiciones rebeldes, los cagondiós y padrenuestros cruzados; las órdenes mal encaradas, los lamentos, silencios, toses, rechinos, llantos… pensó varias veces en cómo iba a afrontar este momento. ‘No cerraré los ojos, lo miraré fijamente…’, caviló. ‘¿A dónde nos llevan?’, le preguntó Zapatero. Sabía a qué, no a dónde. No quiso, no pudo contestarle; encogió los hombros dándole una palmada en la pierna».
Los pensamientos de todos aquellos, embarcados en su último viaje, volaban de un recuerdo a otro, de la madre a la novia, del hijo al hermano, de una promesa a un lamento, sin acabar de entender cómo el odio les había metido en aquellos dos autobuses.
EL HORROR Unos 70 kilómetros más tarde el conductor abandonó la carretera, penetró en un campo y detuvo el vehículo. Si el calor era insoportable en Pamplona, junto a aquel corral de ovejas cerca de la Bardena, el sol se había convertido en fuego y el olor a sudor y miedo lo invadía todo en aquel punto perdido que ningún preso acertaba a reconocer. Docenas de hombres llegados de otras localidades riberas ya esperaban para colaborar en el crimen. Mientras, la procesión y las acciones de gracias continuaban en Pamplona en un auténtica representación de cinismo.
Con falangistas y requetés viajaban varios sacerdotes para confesar a los sentenciados, entre ellos Antonio Añoveros, años más tarde obispo de Bilbao. Eneko Arteta, relata el momento, «un grupo de gente con mezcla de uniformes que habían llegado en varios coches, les esperaban. Los bajaron de los autobuses de dos en dos, formando lotes de diez. Tumulto, golpes, empujones, chillidos… Los curas intentan confesarlos uno a uno. Con un cagondiós el católico requeté, mete prisa. Se encendieron los faros de coches y autobuses. Oyó a unos metros, la ejecución del primer lote de diez de sus compañeros; mezcla de voces de mando, disparos y gritos. Reconoció, mas pausados, los tiros de gracia. Tras ellos la fosa abierta el día anterior». Vierge hace un relato de la situación basándose en lo que Honorino contó a un compañero de la CNT del batallón republicano tras la fuga y que éste, años más tarde le relató. «Los falangistas comenzaron a blasfemar y a exigir que se dejasen de mojigaterías y se retirasen de allí los curas mientras los requetés se oponían al deseo de sus compinches falangistas y exigían que se diera la oportunidad de confesarse a los que iban a morir. Los sacerdotes tuvieron que abandonar su triste misión para apaciguar y calmar a falangistas y requetés, que estaban a punto de liarse a tiros entre ellos».
Tras aquellos primeros instantes de desconcierto y terror, los que quedaban en los autobuses eran ya conscientes, si no lo habían asumido por el camino, de su destino: ser asesinados por un centenar de fanáticos que habían llegado de Pamplona y de varios pueblos a la redonda con el único objetivo de participar en la carnicería.
Cuando Honorino bajó del autobús vio la fosa de 3,5 metros de ancho por 7 de largo que se abría en el suelo. Miró de frente a los ojos del que le apuntaba en el pelotón y le reconoció como un Guardia Civil amigo de su padre, también Guardia Civil. «El guardia civil dudó. Lo conocía. Le disparó a la pierna. A su izquierda y derecha caen los cuerpos como sacos pesados de trigo. Echa a correr, instinto de supervivencia; no hay dolor, hay gritos; la luz de los faros ya no le alcanza; entre los chaparros y matojos, algunos árboles; se aferra a las ramas de uno y trepa. Los oye: ‘¡Ése está muerto! ¡Que se lo coman los gusanos!’, ‘Mañana volveré por aquí a cazar, ¡seguro que encuentro al rojo reventau!’. Con un trozo de camisa, se hace un vendaje sobre la herida que ya duele. No sabe cuánto tiempo pasa. Oye ruido de motores». Honorino Arteta esperaría horas subido en ese árbol, hasta ser consciente de su situación y de que debía aprovechar la noche.
Años después, tras conocerse la historia de Honorino, el valtierrano Melchor Azcona ató cabos y enlazó aquello que le había contado un amigo en 1936. Dos días después de la masacre, el agricultor de Valtierra Fermín García marchaba en un carro con dos mulas. Se topó de frente con un hombre herido en una pierna y con el aspecto de estar fugado. El agricultor no lo dudó y tras una breve conversación, dio a Honorino toda la comida que llevaba en las alforjas, «los almuerzos que llevaba porque iba a trabajar y unas alpargatas blancas que también llevaba», contaba Melchor.
El encuentro, por la seguridad de ambos, debió ser breve y el huido encaró la Bardena, seguramente, hacia Caparroso o alrededores ya que, según su sobrino nieto, llegó al río Aragón y lo remontó ya que «sabía que remontando su ribera a contracorriente llegaría al Pirineo, y de ahí a Francia». Mauleón fue su destino, donde unos pastores le ayudaron, ya muy mal herido y casi desnudo. Tras recuperarse volvió a pasar la frontera por Cataluña donde permaneció hasta pocos días antes del fin de la guerra cuando retornó a Francia, a un campo de refugiados en el Mediterráneo. «No volvió a España hasta 1978 y lo hizo con miedo. Tenía síndrome del superviviente por haber salido con vida de Valcaldera», recordaba su sobrino nieto.
Los cuerpos no se enterraron hasta el día siguiente y allí permanecieron hasta que en marzo de 1959 volvieron a abrir la fosa para llevar a aquellos 52 al Valle de los Caídos junto con otros miles de republicanos anónimos extraídos de fosas para que Franco tuviera su mausoleo. En febrero de 1980 un grupo de navarros logró exhumar a 133 personas del Valle de los Caídos (6 de Allo, 19 de Azagra, 27 de Corella, 1 de Larraga, 5 de Lodosa, 6 de Los Arcos, 2 de Mendavia, 52 de Pamplona, y 15 de San Adrián), si bien, décadas después se ignora su paradero y, entre ellos, el de los asesinados aquella tarde calurosa de agosto de 1936 en que la tierra de Valcaldera se llenó de sangre y cal mientras Pamplona mostraba su devoción a Santa María.
El Gobernador Civil había firmado la libertad de las
53 personas que fueron conducidas a una fosa
en Valcaldera
En el año 1959 los restos fueron trasladados al Valle de los Caídos y exhumados en 1980, pero se desconoce su paradero actual
«No es una guerra la que se está librando, es una cruzada» anunciaba ese día el obispo de Pamplona antes de la procesión
Los nombres. La tarde del 23 de agosto de 1936 fueron «puestos en libertad» en la cárcel de Pamplona 53 hombres. Se trata de las posibles víctimas asesinadas en Valcaldera. Ingresaron en prisión a lo largo de los meses de julio y agosto. El 19 de julio ingresaron Santiago Cayuela Medina, Román Ibero Ugalde, Jesús Otermin Navarro, Victorino Olite García, Antonio Epila Dirason, Jose Olaverri Iriarte, Bienvenido Martínez Atienza y José Bellon Crespan. El 20 de julio ingresaron Mariano Húder Carlosena, Antonio Ibarrola Díaz, Francisco Leoz Beroiz, Aniceto Pajares Martínez y José Nespereida González. El día 21 de julio, José Zapatero Barea, Ángel Martínez Larrayoz, Ramón Yánez Medina y Constantino Éguia Olaechea. El día 22 de julio, Octavio López Jiménez. El 23 de julio, Ramón Húder Ansa, Emilio Caballero Hernández y José Rueda Perez de la Raya. El día 24 de julio, Juan Urruzalqui Andueza. El día 25 de julio, Honorino Arteta Echarri. El día 27 de julio, José Robredo González, Vitorino el Río Tabar y Jesús Lambertini Solchaga. El día 28 de julio, Luis Árdanaz Valencia. El día 30 de julio, Amadeo Urla Aranburu, Miguel Escobar Pérez, José Alcalá Gorriz, Eugenio Lategui Santamaria, Vitorino Muñarriz Tabar y Román Alcalá Gorriz. El 31 de julio, Felipe Fuertes Amigot, Miguel Cristóbal Arrondo y Evaristo Pérez Luquin. El 1 de agosto ingresan Santiago Jaurrieta Irurzun y Santiago Guembe Redin. El 2 de agosto, Natalio Cayuela Medina. El día 4 de agosto, Abel Sanz Cartagena y José Ródenas Martínez. El 5 de agosto, Constantino Preciados Trevijano y Justo Preciados Trevijano. El día 6 de agosto, Juan de Diego García Ganuza y Juan Cruz Osinaga Ibañez. El 8 de agosto, Luis Moreno Vela. El 10 de agosto, Arturo Fraile Ezquerro. El día 11 de agosto, Benito Vallejo Hernández, Ildefonso Zalbardo López y Pablo Galbete Escuer. El día 12 de agosto, Melchor Eric Alemán y Vicente Abad Vergara. El día 14 de agosto, Löjerdo Walter Pier.
Nuevo documento. En una de las fotos de este reportaje se muestra un documento, que se encuentra en el Archivo de Tudela, en el que la Junta Carlista de Tudela aprobaba la petición de la Junta de Guerra de «medios de transporte para esta tarde para cincuenta individuos para trasladarse a Valtierra de donde volverán esta misma noche. Por ser de necesidad espero la autorización correspondiente». Fechado el 23 de agosto de 1936.
Orden del 21-8-1936 del Gobernador Civil. «Se prohíbe de forma terminante que Falange practique detenciones sin orden escrita y cometa actos de violencia, estando dispuesto a castigar severamente los crímenes que se cometan, llegando incluso a la dislución de las agrupaciones que las realicen».